Sábado
Santo.
Silencio.
El mundo es
un sepulcro
donde el
silencio impera.
La historia
se detiene
en una pausa
dramática
que refuerza
el sentido narrativo.
Silencio.
No hay
explicación. Ni quejas.
No hay
preguntas,
más allá de
un "por qué"
en sangre
pronunciado,
un "por
qué" abandonado a su abandono,
sin
respuesta.
Silencio,
más allá de
la lógica y del absurdo
va macerando
el dolor
omnipresente.
Ya no hay
rabia.
Serenidad.
Silencio.
Silencio.
No hay Dios,
lo hemos matado,
conquista de
la libertad que Él mismo regaló.
Ya no hay
Verdad ni Mentira;
ya no,
Virtud ni Pecado.
Sin
explicación. Sin meta.
Sin tabú y
sin horizonte.
Y sin
felicidad también. Todavía.
No era Él
quien la robaba.
Silencio.
Silencio de Dios.
Él quiso
callar y nosotros
le tapamos
la boca.
La
injusticia campa,
la
corrupción, el dolor, el hambre,
la
miseria...
¿No dijimos
que sin Dios
ya no habría
pecado?
Envueltos en
mil destellos
artificiales
olvidamos la
realidad de la noche.
Es de noche.
Silencio.
Pero el Amor
resurge,
siempre
llama primero,
no espera,
que es
impaciencia el amor.
El fuego del
amor
pasa su
antorcha al día
que renace.
Resuena la
palabra nuevamente,
reverdece el
sentido,
se ilumina
el horizonte;
vale la pena
el andar
si se
vislumbra la meta.
La historia
avanza de nuevo.
Resurgen las
preguntas,
se abre
camino la duda,
florecen las
respuestas
testigos de
la búsqueda.
La
injusticia campa,
la
corrupción, el dolor, el hambre,
la
miseria...
Sí, pero nos
tienen enfrente
porque el
Amor impera.
Ya no nos
distraerán
destellos de
artificio.
El Sol ha
renacido.
Es de día.
Ha vuelto la
Palabra.
Es Domingo
de Pascua.
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