La
educación es cosa del corazón. Sé que a algunos les parecerá una ñoñería, pero
yo así lo siento y así lo vivo. Al acabar el curso, al despedirme del trabajo
por el descanso estival, hago balance. Un año más, con mis alumnos he reído y
he llorado, me he enfadado y me he alegrado, he escuchado y he orientado. He
caminado a su lado sosteniéndolos en ocasiones, espoleándolos en otras… La
mayoría han alcanzado su objetivo, no todos, aunque por diferentes razones. Me
duelen esos pequeños fracasos que espero ayuden a crecer.
Encontrar
el propio sitio en el mundo es difícil. Algunos lo tienen claro, otros van
probando, el método ensayo-error sigue dando resultados. No es fácil. La
adolescencia es tiempo de decisiones, de cambios, de opciones… Los que tienen
clara la meta que pretenden, lo tienen un poco más fácil. Pero tal vez lo que
define a la adolescencia sea no tener claro casi nada. Y aun así tienen que
optar, tienen que vivir, porque la vida no frena…
Un
año más, he aprendido de mis alumnos, un tópico hecho realidad. Ellos me han
ayudado a crecer, a esforzarme, a ser mejor… Me han empujado a desinstalarme, a
aceptar el cambio como oportunidad, a no conformarme con lo de siempre, con lo
que siempre funcionó, a seguir viviendo en construcción...
Soy
un afortunado: trabajo en algo que me gusta, que me apasiona. La confianza que
casi todos los alumnos de mi tutoría han depositado en mí me llena de gratitud;
la relación cordial y amistosa con exalumnos (un café ayer, una cena el próximo
lunes…) me llena de satisfacción. Gracias a todos. A los de ayer y a los de
hoy. Especialmente a los alumnos de este curso que acaba.
Desde
la gratitud, mis mejores deseos. Que la vida os sonría y que, cuando no lo
haga, sepáis torearla. Que descubráis la felicidad de las cosas sencillas,
incluso de un trabajo que os apasione y os dé la vida. Os lo deseo de corazón: sabéis que pongo el
corazón en todo lo que hago. La educación es cosa del corazón.
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