Junto a la revolución industrial,
el siglo XIX viene caracterizado en los manuales de historia por el nacionalismo
y el imperialismo. En Europa, el nacionalismo fue un movimiento unificador en
algunos casos (Alemania e Italia) y disgregador en otros (Austria y Hungría).
En América hizo surgir multitud de países en lo que, en principio, habían sido
dos únicos virreinatos: Nueva España y Perú. Ese nacionalismo exacerbado
llevará a las potencias europeas a extender sus posesiones y colonizar África y
otros lugares. Todos estos movimientos provocarán hostilidades entre los
diferentes países, que se verán siempre como enemigos, y culminarán, ya en el
siglo XX, en las dos grandes guerras mundiales.
Después de la segunda guerra
mundial, Europa pareció entender que no tenía sentido vivir en confrontación y
se caminó hacia la unidad, primero económica y, más adelante, política. Se
entendió que las fronteras eran un atraso, primero para el intercambio de
mercancías pero, más adelante, también para la circulación de personas. Y se
abolieron las fronteras. El sueño era poder construir un día los Estados Unidos
de Europa. Las dificultades habían sido muchas, pero se habían dando pasos
importantes. Sin embargo…
Sin embargo no puedo evitar la sensación
de que estamos retrocediendo. El sueño de una Europa sin fronteras se
desvanece. El nacionalismo recrece y vuelve el empeño en subrayar la diferencia
y la soberanía; el empeño en levantar fronteras. En los noventa, lo vivimos trágicamente
en los Balcanes; actualmente, lo vivimos como un empeño en la realidad española
y lo hemos vivido hoy con el Brexit.
La segunda guerra mundial estalló
bajo el impulso de un nacionalismo exacerbado, abonado por una gran crisis
económica, conocida como la gran depresión. No se me oculta que este volver a
la soberanía, a la diferencia, a la frontera, se produce, también hoy, en una
época de fuerte crisis económica, cuando es fácil y rápido alimentar la falacia
del enemigo exterior, al que se culpa de todos los males.
En el caso de España, nadie podrá
negar que la pertenencia a la Unión Europea nos permitió dar un paso de gigante
en nuestro progreso y en nuestras infraestructuras, cayendo a veces en el
exceso de construir algunas innecesarias. Nos costó entrar en ese club, a veces con razón,
porque la Comunidad Económica Europea era también una comunidad de valores y
sólo aceptaba entre los suyos a los demócratas. En momentos en los que
regresaba el fantasma del golpe de estado, la Unión Europea era una garantía:
nuestros socios no lo permitirían, se decía.
Quizá el problema estribe en que
al principio, la CEE era un club de elite, formado por pocos miembros. Después
creció razonablemente (ahí entró el Reino Unido) y, más adelante aún, se aceptó
a los países del Sur, España y Portugal entre ellos. La entrada masiva de los
países del Este hizo que algunos ya no lo percibieran como un club exclusivo,
sino como uno en el que se aceptaba a todo el mundo. Se empieza por desprestigiar a
algunos países a los que se considera inferiores (PIGS, con el doble sentido) y
se acaba por querer irse.
Es evidente que la Unión Europea
no lo ha hecho todo bien. La crisis de los refugiados es un vergonzante ejemplo
actual. Hay mucho que caminar, mucho que mejorar, mucho que construir… Pero
nadie ha podido convencerme todavía de que el mejor modo de hacerlo sea
volviendo a levantar fronteras.
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